Por la calle Granada, desde la Puerta Purchena subían todos los entierros desde el centro camino del cementerio de San José. En el actual número 125 se terminaba la calle y ya solo era cruzar el badén de la Rambla de Belén y salir de la ciudad. Aquí estuvo siempre la puerta del bar La Gloria, y aquí hasta los años sesenta, era donde se despedían los cortejos fúnebres: los familiares seguían para dar sepultura y la compañía se quedaba, viéndolos partir hacia el más allá.
Antes de la separación los familiares se ponían sobre el bordillo para recibir el pésame de los que les habían acompañado en el tránsito y viéndoles marchar entraban en el bar. Una tradición que se mantuvo durante muchos años era tomarse “un chato” en la Gloria, porque como decía el refrán: “quien en un entierro no se toma un vasito de vino, viene el suyo de camino”. Otra verdad popular decía “los muertos le dan mucha vida al bar La Gloria”. Era un punto de reunión y de despedidas, de lugares para reencuentros y de clientela habitual y de paso.
También tenían aquí en La Gloria, su centro de operaciones, unos personajes de novela y estampa costumbrista: los corsarios. Eran los mandaderos que se encargaban de hacer los recados y llevar los bultos de los paisanos de los pueblos que no tenían medios, ni tiempo, ni eran suficientemente despiertos para hacerlos por sí mismos. Y por las tardes no faltaban las partidas de cartas y de dominó.
Desde 1911 ha seguido en manos de la misma familia Valverde, pero cambiando y mucho, la clientela. Su cierre ha llegado con la jubilación de Antonio Valverde. Joaquín López con apenas doce años entró de aprendiz en la Gloria y ahora él la ha resucitado conociendo los platos tradicionales de siempre con nuevos sabores inconmensurables.